Miguel Cervantes-La Tia Fingida, LITERATURA

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Miguel Cervantes
LA TÍA FINGIDA
(cuya verdaderahistoria sucedió en
Salamanca el año de 1575)
(Ms. Porras)
Pasando por cierta calle de Salamanca dos estudiantes mancebos y manchegos, más
amigos del baldeo y rodancho que Bártulo y Baldo, vieron en una ventana de una casa y
tienda de came una celosía, y pareciéndoles novedad, porque la gente de la tal casa, si no
se descubila y apregonaba, no se vendía, y queriéndose informar del caso, deparóles su
diligencia un oficial vecino, pared en medio, el cual les dijo:
-Señores, habrá ocho días, que vive en esta casa una señora forastera, medio beata y
de mucha autoridad. Tiene consigo una doncella de estremado parecer y brío, que dicen
ser su sobrina. Sale con un escudero y dos dueñas, y según he juzgado es gente honrada y
de gran recogimiento: hasta ahora no he visto entrar persona alguna de esta ciudad, ni de
otra a visitallas, ni sabré decir de cuál vinieron a Salamanca. Mas lo que sé es que la
moza es hermosa y honesta, y que el fausto y autoridad de la tía no es de gente pobre.
La relación que dio el vecino oficial a los estudiantes, le puso codicia de dar cima a
aquella aventura; porque siendo pláticos en la ciudad, y deshollinadores de cuantas
ventanas tenían albahacas con tocas, en toda ella no sabían que tal tía y sobrina hubiesen
cursantes en su Universidad, principalmente que viniesen a vivir a semejante casa, en la
cual, por ser de buen peaje, siempre se había vendido tinta, aunque no de la fina: que hay
casas, así en Salamanca como en otras ciudades, que llevan de suelo vivir siempre en
ellas mugeres cortesanas, y por otro nombre trabajadoras o enamoradas.
Eran ya cuasi las doce del día, y la dicha casa estaba cerrada por fuera, de lo cual
coligieron, o que no comían en ella sus moradoras, o que vendrían con brevedad; y no les
salió yana su presunción, porque a poco rato vieron venir una reverenda matrona, con
unas tocas blancas como la nieve, más largas que una sobrepelliz de un canónigo portu-
gués, plegadas sobre la frente, con su ventosa y con un gran rosario al cuello de cuentas
sonadoras, tan gordas como las de Santenuflo, que a la cintura la llegaba: manto de seda y
lana, guantes blancos y nuevos sin vuelta, y un báculo o junco de las Indias con su remate
de plata en la mano derecha, y de la izquierda la traía un escudero de los del tiemPo del
Conde Fernán González, con su sayo de velludo, ya sin vello, su martingala de escarlata,
sus borceguíes bejaranos, capa de fajas, gorra de Milán, con su bonete de ahuja, porque
era enfermo de vaguidos, y sus guantes peludos, con su tahalí y espada navarrisca.
Delante venía su sobrina, moza, al parecer, de diez y ocho años, de rostro mesurado y
grave, más aguileño que redondo: los ojos negros rasgados, y al descuido adormecidos,
cejas tiradas y bien compuestas, pestañas negras, y encamada la color del rostro: los
cabellos plateados y crespos por artificio, según se descubrían por las sienes: saya de
buriel fino, ropa justa de contray o frisado, los chapines de terciopelo negro con sus
claveles y rapacejos de plata bruñida, guantes olorosos, y no de polvillo sino de ámbar. El
ademán era grave, el mirar honesto, el paso ayroso y de garza. Mirada en partes parecía
mui bien, y en el todo mucho mejor; y aunque la condición e inclinación de los dos
manchegos era la misma, que es la de los cuerbos nuevos, que a cualquier carne se
abaten, vista la de la nueva garza, se abatieron a ella con todos sus cinco sentidos,
quedando suspensos y enamorados de tal donaire y belleza: que esta prerrogativa tiene la
hermosura, aunque sea cubierta de sayal. Venían detrás dos dueñas de honor, vestidas a la
traza del escudero.
Con todo este estruendo llegó esta buena señora a su casa, y abriendo el buen
escudero la puerta, se entraron en ella; bien es verdad que al entrar, los dos estudiantes
derribaron sus bonetes con un extraordinario modo de crianza y respeto, mezclado con
afición, plegando sus rodillas e inclinando sus ojos, como si fueran los más benditos y
corteses hombres del mundo. Atrancáronse las señoras, quedáronse los señores en la
calle, pensatibos y medio enamorados, dando y tomando brevemente en qué hacer
debían, creyendo sin duda, que pues aquella gente era forastera, no habrían venido a
Salamanca a aprender leyes, sino para quebrantarlas. Acordaron, pues, de darle una
música la noche siguiente; que este es el primer servicio que a sus damas hacen los
estudiantes pobres.
Fuéronse luego a dar fin y quito a su pobreza, que era una tenue porción, y comidos
que fueron y no de penos convocaron a sus amigos, juntaron guitarras e instrumentos,
previnieron músicos, y fuéronse a un poeta de los que sobran en aquella ciudad, al cual
rogaron que sobre el nombre de Esperanza -que así se llamaba la de sus vidas, pues ya
por tal la tenían- fuese servido de componerles alguna letra para cantar aquella noche;
mas que en todo caso incluyese la composición el nombre de Esperanza. Encargóse de
este cuidado el poeta, y en poco rato, mordiéndose los labios y las uñas, y rascándose las
sienes y frente, forjó un soneto, como lo pudiera hacer un cardador o peraile. Diósele a
los amantes, contentóles, y acordaron que el mismo autor se lo fuese diciendo a los
músicos, porque no había lugar de tomallo de memoria.
Llegóse en esto la noche, y en la hora acomodada para la solemne fiesta, juntáronse
nueve matantes de la Mancha, que sacaron cualquiera de una taza malagan por sorda que
fuese, y cuatro músicos de voz y guitarra, un salterio, una arpa, una bandurria, dos
cencerros, y una gaita zamorana, treinta broqueles y otras tantas cotas, todo repartido
entre una grande tropa de paniaguados, o por mejor decir, pan y vinagres. Con toda esta
procesión y estruendo llegaron a la calle y casa de la señora, y en entrando por ella
sonaron los crueles cencerros con tal ruido, que puesto que la noche había ya pasado el
filo, y aun el corte de la quietud, y todos sus vecinos y moradores de ella estaban de dos
dormidas, como gusanos de seda, no fue posible dormir más sueño, ni quedó persona en
toda la vecindad, que no dispertase y a las ventanas se pusiese. Sonó luego la gaita las
gambetas, y acabó con el esturdión, ya debajo de la ventana de la dama. Luego al son de
la harpa, dictándolo el poeta su artífice, cantó el soneto un músico de los que no se hacen
de rogar, en voz acordada y suave, el cual decía de esta manera:
Esperanza de vida y de tesoro,
pues no la tiene aquel que no la alcanza.
Si yo la alcanzo, tal será mii andanza,
que no emthidie al francés, al indio, al moro;
por tanto, tu fabor gallardo imploro,
Cupido, Dios de toda dulce holganza.
Que aunque es esta Esperanza tan pequeña,
que apenas tiene años diez y nueve,
será quien la alcanzare un gran gigante.
Crezca el incendio, añádase la leña,
¡o Esperanza gentil! ¿y quién se atreve
a no ser en serviros vigilante?
Apenas se había acabado de cantar este descomulgado soneto, cuando un vellacón
de los circunstantes, graduado in utroque jure, dijo a otro que al lado tenía, con voz
lebantada y sonora:
-¡Voto a tal, que no he oído mejor estrambote, en todos los días de mi vida! ¿Ha
visto Vmd. aquel concordar de versos, y aquella invocación de Cupido, y aquel jugar del
vocablo con el nombre de la dama, y aquel imploro tan bien encajado, y los años de la
niña tan engeridos, con aquella comparación, tan bien contrapuesta y traída, de pequeña a
gigante? Pues ya, la maldición o imprecación me digan, con aquel admirable y sonoro
vocablo de incendio.., juro a tal, que si conociera al poeta que tal soneto compuso, que le
había de inviar mañana media docena de chorizos que me trajo esta semana el recuero de
mi tierra.
Por sola la palabra chorizos, se persuadieron los oyentes ser el que las alabanzas
decía estremeño sin duda, y no se engañaron, porque se supo después que era de un lugar
de Estremadura, que está junto a Xaraicejo; y de allí adelante quedó en opinión de todos
por hombre docto y versado en la arte poética, sólo por haberle oído desmenuzar tan en
particular el cantado y encantado soneto.
A todo lo cual se estaban las ventanas de la casa cerradas, como su madre las parió,
de lo que no poco se deseperaban los dos desesperados, y esperantes manchegos; pero,
con todo eso, al son de las guitarras segundaron a tres voces con el siguiente romance, así
mismo hecho a posta y por la posta para el propósito:
Salid Esperanza mía,
A faborecer el alma,
que sin vos agonizando,
casi el cuerpo desampara.
Las nubes del temor frío
no cubran vuestra luz clara;
que es mengua de vuestros soles
no rendir quien los contrasta.
En el mar de mis enojos
tened tranquilas las aguas,
si no quereis que el deseo
dé al través con la Esperanza.
Por vos espero la vida,
quando la muerte me mata,
y la gloria en el infierno,
y en el desamor la gracia.
A este punto llegaban los músicos con el romance, cuando sintieron abrir la
ventana, y ponerse a ella una de las dueñas, que aquel día habían visto, la cual les dijo,
con una voz afilada y pulida:
-Señores, mi Señora Doña Claudia de Astudillo y Quiñones, suplica a vuesas
mercedes la reciba su merced tan señalada, que se vayan a otra parte a dar esa música,
por escusar el escándalo y mal ejemplo que se da a la vecindad, respecto de tener en su
casa una sobrina doncella, que es mi Señora Doña Esperanza de Torralba, Meneses y Pa-
checo, y no le está bien a su profesión y estado que semejantes cosas se hagan a su
puerta; que de otra suerte, y por otro estilo, y con menos escándalo, la podrá recibir de
vuesas mercedes.-
A lo cual respondió uno de los pretendientes:
-Hacedme regalo y merced, señora dueña, de decir a mi Señora Doña Esperanza de
Torralba, Meneses y Pacheco, que se ponga a esa ventana, que la quiero decir solas dos
palabras, que son de su manifiesta utilidad y servicio.
-Huy, huy-, dijo la dueña, -en eso por cierto está mi Señora Doña Esperanza de
Torralba, Meneses y Pacheco. Sepa, Señor mío, que no es de las que piensa, porque es mi
Señora mui principal, mui honesta, mui recogida, mui discreta, mui graciosa, mui música,
y mui leída y escribida, y no hará lo que Vmd. le suplica, aunque la cubriesen de perlas.-
Estando en este deporte y conversación con la repulgada dueña del huy y las perlas,
venía por la calle gran tropel de gente, y creyendo los músicos y acompañados que era la
Justicia de la ciudad, se hicieron todos una rueda, y recogieron en medio del escuadrón el
bagage de los músicos; y como llegase la Justicia, comenzaron a repicar los broque les y
crugir las mallas, a cuyo son no quiso la Justicia danzar la danza de espadas de los
hortelanos de la fiesta del Corpus de Sevilla, sino pasó adelante, por no parecer a sus
ministros, corchetes y porquerones aquella feria de ganancia. Quedaron ufanos los
brabos, y quisieron proseguir su comenzada música; mas uno de los dos dueños de la má-
quina, no quiso se prosiguiera si la Señora Doña Esperanza no se aso mara a la ventana, a
la cual ni aun la dueña se asomó, por más que volvieron a llamar; de lo cual enfadados y
corridos todos, quisieron apedrealle la casa, y quebralle la celosía, y darle una matraca o
cantaleta: condición propia de mozos en casos semejantes. Mas aunque enojados,
volvieron a hacer la refacción y deshecha de la música, con algunos villancicos. Volvió a
sonar la gaita, y el enfadoso y brutal son de los cencerros, con el cual mido acabaron su
música.
Cuasi al alba sería, cuando el escuadrón se deshizo; mas no se deshizo el enojo que
los manchego s tenían viendo lo poco que había aprovechado su música, con el cual se
fueron a casa de cierto caballero amigo suyo, de los que llaman generosos en Salamanca
y se asientan en cabeza de banco: el cual era mozo, rico, gastador, músico, enamorado, y
sobre todo amigo de valientes; al cual le contaron mui por estenso su suceso sobre la
belleza, donaire, brío, gracia de la doncella: atendió el cual a la belleza y hermosura, al
donaire, brío y gracia con que se la describieron, juntamente con la gravedad y fausto de
la tía, y el poco o ningún remedio ni esperanza que tenían de gozar la doncella, pues el de
la música, que era el primero y postrero servicio que ellos podían hacerla, no les había
aprovechado ni servido de más de indignarla con el disfame de su vecindad. El caballero,
pues, que era de los del campo través, no tardó mucho en ofrecerles que él la conquistaría
para ellos, costase lo que costase; y luego aquel mismo día embió un recaudo, tan largo
como comedido, a la Señora Doña Claudia, ofreciendo a su servicio la persona, la vida, la
hacienda y su fabor. Informóse del page la astuta Claudia de la calidad y condiciones de
su Señor, de su renta, de su inclinación, y de sus entretenimientos y egercicios, como si le
hubiera de tomar por verdadero yerno; y el page diciéndole verdad le retrató de suerte,
que ella quedó medianamente satisfecha, y embió con él la dueña del huy u del hondo
valle, que dice el libro de caballerías, con la respuesta no menos larga y comedida que
había sido la embajada. Entró la dueña, recibióla el caballero cortésmente; sentóla junto
de sí en una silla, y quitóle el manto de la cabeza, y diole un lenzuelo de encajes con que
se quitase el sudor, que venía algo fatigadilla del camino: y antes que le digese palabra
del recaudo que traía, hizo que le sacasen una caja de mermelada, y él por su mano le
cortó dos bueñas postas de ella, haciéndole enjugar los dientes con dos docenas de tragos
de vino del Santo, con lo cual quedó hecha una amapola, y más contenta que si la
hubieran dado una Canongía.
Propuso luego su embajada, con sus torcidos, acostumbrados y repulgados
vocablos, y concluyó con una mui formada mentira, cual fue, que su Señora Doña
Esperanza de Torralba, Meneses y Pacheco estaba tan pulcela como su madre la parió -
que si dijera como la madre que la parió no fuera tan grande- mas que con todo eso, para
su merced, que no habría puerta de su Señora cerrada. Respondióla el caballero que todo
cuanto le había dicho del merecimiento, valor y hermosura, honestidad, recogimiento y
principalidad -por hablar a su modo- de su ama lo creía; pero aquello del pulcelazgo se le
hacía algo durillo; por lo cual le rogaba, que en este punto le declarase la verdad de lo
que sabía, y que le juraba a fe de caballero, si lo desengañaba, darle un manto de seda de
los de cinco en púa. No fué menester conesta promesa dar otra vuelta al cordel del mego,
ni atezarlelos garrotes para que la melindro sa dueña confesase la verdad, la cual era, por
el paso en que estaba y por el de la horade su postrimería, que su Señora Doña Esperanza
de Torralba, Meneses y Pacheco estaba de tres mercados, o por mejor decir de tres
ventas; añadiendo el cuánto, el con quién ya dónde, con otras mil circunstancias con que
quedó don Félix que así se llamaba el caballero satisfecho de todo cuanto saber quería, y
acabó con ella, que aquella misma noche lo encerrase en casa, donde y cuando quería ha -
blar a solas con la Esperanza sin que lo supiese la tía. Despidióla con buenas palabras y
ofrecimientos, que llevase a sus amas, y dióle en dinero cuanto pudiese costar el negro
manto. Tomóla orden que tendría para entrar aquella noche en casa, con lo cual la dueña
se fue, loca de contento, y él quedó pensando en su ida y aguardando la noche, que le
parecía se tardaba mil años, según deseaba verse con aquellas compuestas fantasmas.
Llegó el plazo, que ninguno hay que no llegue, y hecho un San Jorge, sin amigo ni
criado, se fue Don Félix, donde halló que la dueña lo esperaba, y abriéndole la puerta lo
entró en casa con mucho tino y silencio y puso en el aposento de su Señora Esperanza
tras las cortinas de su cama, encargándole no hiciese algún mido, porque ya la Señora
Doña Esperanza sabía que estaba allí, y quei sin que su tía lo supiese, a persuasión suya
quería darle todo contento; y apretándole la mano en señal de palabra que así lo haría, se
salió la dueña, y D. Félix se quedó tras la cama de su Esperanza, esperando en qué había
de parar aquel embuste o enredo.
Serían las nueve de la noche, cuando entró a esconderse D. Félix, y, en una sala
conjunta a este aposento, estaba la tía sentada en una silla baja de espaldas, y la sobrina
en un estrado frontero, y en medio un gran brasero de lumbre: la casa puesta ya en
silencio, el escudero acostado, la otra dueña retirada y adormida; sola la sabedora del
nego cio estaba en pie y solicitando que su Señora la vieja se acostase, afirmando que las
nueve que el relox había dado eran las diez, mui deseosa que sus conciertos viniesen a
efecto, según su Señora la moza y ella lo tenían ordenado, cuales eran que, sin que la
Claudia lo supiese, todo aquello cuanto con que Don Félix cayese y pechase fuese para
ellas solas, sin que la vieja tubiese que ver ni haber de ello; la cual era tan mezquina y
avara, y tan señora de lo que la sobrina ganaba y adquiría, que jamás le daba un solo real
para comprar lo que extraordinariamente hubiese menester, pensando si salle este
contribuyente de los muchos que esperaba tener, andando los días. Pero aunque sabía la
dicha Esperanza que Don Félix estaba en casa, no sabía la parte secreta donde estaba
escondido. Convidada, pues, del mucho silencio de la noche y de la comodidad del
tiempo, dióle gana de hablar a Doña Claudia, y así en medio tono comenzó a decir a la
sobrina en esta guisa:
Consejo de Estado y Hacienda
-Muchas veces te he dicho, Esperanza mía, que no se te pasen de la memoria los
consejos, los documentos y advertencias que te he dado siempre: los cuales, si los
guardas como debes y me has prometido, te servirán de tanta utilidad y provecho, cuanto
la mesma esperiencia y tiempo, que es maestro de todas las cosas, y aun descubridor, te
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