Miguel de Cervantes Saavedra-Casamiento Enganoso, LITERATURA

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Miguel de Cervantes Saavedra
NOVELA
CASAMIENTO ENGAÑOSO
Salía del Hospital de la Resurrección, que está en Valladolid, fuera de la Puerta del Campo,
un soldado que, por servirle su espada de báculo y por la flaqueza de sus piernas y amarillez
de su rostro, mostraba bien claro que, aunque no era el tiempo muy caluroso, debía de haber
sudado en veinte días todo el humor que quizá granjeó en una hora. Iba haciendo pinitos y
dando traspiés, como convaleciente; y, al entrar por la puerta de la ciudad, vio que hacia él
venía un su amigo, a quien no había visto en más de seis meses; el cual, santiguándose como
si viera alguna mala visión, llegándose a él, le dijo:
-¿Qué es esto, señor alférez Campuzano? ¿Es posible que está vuesa merced en esta tierra?
¡Como quien soy que le hacía en Flandes, antes terciando allá la pica que arrastrando aquí la
espada! ¿Qué color, qué flaqueza es ésa?
A lo cual respondió Campuzano:
-A lo si estoy en esta tierra o no, señor licenciado Peralta, el verme en ella le responde; a las
demás preguntas no tengo qué decir, sino que salgo de aquel hospital de sudar catorce cargas
de bubas que me echó a cuestas una mujer que escogí por mía, que non debiera.
-¿Luego casóse vuesa merced? -replicó Peralta.
-Sí, señor -respondió Campuzano.
-Sería por amores -dijo Peralta-, y tales casamientos traen consigo aparejada la ejecución del
arrepentimiento.
-No sabré decir si fue por amores -respondió el alférez -, aunque sabré afirmar que fue por
dolores, pues de mi casamiento, o cansamiento, saqué tantos en el cuerpo y en el alma, que
los del cuerpo, para entretenerlos, me cuestan cuarenta sudores, y los del alma no hallo
remedio para aliviarlos siquiera. Pero, porque no estoy para tener largas pláticas en la calle,
vuesa merced me perdone; que otro día con más comodidad le daré cuenta de mis sucesos,
que son los más nuevos y peregrinos que vuesa merced habrá oído en todos los días de su
vida.
-No ha de ser así -dijo el licenciado-, sino que quiero que venga conmigo a mi posada, y allí
haremos penitencia juntos; que la olla es muy de enfermo, y, aunque está tasada para dos, un
pastel suplirá con mi criado; y si la convalecencia lo sufre, unas lonjas de jamón de Rute nos
harán la salva, y, sobre todo, la buena voluntad con que lo ofrezco, no sólo esta vez, sino
todas las que vuesa merced quisiere.
Agradecióselo Campuzano y aceptó el convite y los ofrecimientos.
Fueron a San Llorente, oyeron misa, llevóle Peralta a su casa, diole lo prometido y
ofrecióselo de nuevo, y pidióle, en acabando de comer, le contase los sucesos que tanto le
había encarecido. No se hizo de rogar Campuzano; antes, comenzó a decir desta manera:
-«Bien se acordará vuesa merced, señor licenciado Peralta, como yo hacía en esta ciudad
camarada con el capitán Pedro de Herrera, que ahora está en Flandes.»
-Bien me acuerdo -respondió Peralta.
-«Pues un día -prosiguió Campuzano- que acabábamos de comer en aquella posada de la
Solana, donde vivíamos, entraron dos mujeres de gentil parecer con dos criadas: la una se
puso a hablar con el capitán en pie, arrimados a una ventana; y la otra se sentó en una silla
junto a mí, derribado el manto hasta la barba, sin dejar ver el rosto más de aquello que
concedía la raridad del manto; y, aunque le supliqué que por cortesía me hiciese merced de
descubrirse, no fue posible acabarlo con ella, cosa que me encendió más el deseo de verla. Y,
para acrecentarle más, o ya fuese de industria [o] acaso, sacó la señora una muy blanca mano
con muy buenas sortijas. Estaba yo entonces bizarrísimo, con aquella gran cadena que vuesa
merced debió de conocerme, el sombrero con plumas y cintillo, el vestido de colores, a fuer
de soldado, y tan gallardo, a los ojos de mi locura, que me daba a entender que las podía
matar en el aire. Con todo esto, le rogué que se descubriese, a lo que ella me respondió: ''No
seáis importuno: casa tengo, haced a un paje que me siga; que, aunque yo soy más honrada
de lo que promete esta respuesta, todavía, a trueco de ver si responde vuestra discreción a
vuestra gallardía, holgaré de que me veáis''. Beséle las manos por la grande merced que me
hacía, en pago de la cual le prometí montes de oro. Acabó el capitán su plática; ellas se
fueron, siguiólas un criado mío. Díjome el capitán que lo que la dama le quería era que le
llevase unas cartas a Flandes a otro capitán, que decía ser su primo, aunque él sabía que no
era sino su galán.
»Yo quedé abrasado con las manos de nieve que había visto, y muerto por el rostro que
deseaba ver; y así, otro día, guiándome mi criado, dióseme libre entrada. Hallé una casa muy
bien aderezada y una mujer de hasta treinta años, a quien conocí por las manos. No era
hermosa en estremo, pero éralo de suerte que podía enamorar comunicada, porque tenía un
tono de habla tan suave que se entraba por los oídos en el alma. Pasé con ella luengos y
amorosos coloquios, blasoné, hendí, rajé, ofrecí, prometí y hice todas las demonstraciones
que me pareció ser necesarias para hacerme bienquisto con ella. Pero, como ella estaba hecha
a oír semejantes o mayores ofrecimientos y razones, parecía que les daba atento oído antes
que crédito alguno. Finalmente, nuestra plática se pasó en flores cuatro días que continué en
visitalla, sin que llegase a coger el fruto que deseaba.
»En el tiempo que la visité, siempre hallé la casa desembarazada, sin que viese visiones en ella
de parientes fingidos ni de amigos verdaderos; servíala una moza más taimada que simple.
Finalmente, tratando mis amores como soldado que está en víspera de mudar, apuré a mi
señora doña Estefanía de Cai cedo (que éste es el nombre de la que así me tiene) y
respondíome: ''Señor alférez Campuzano, simplicidad sería si yo quisiese venderme a vuesa
merced por santa: pecadora he sido, y aun ahora lo soy, pero no de manera que los vecinos
me murmuren ni los apa rtados me noten. Ni de mis padres ni de otro pariente heredé
hacienda alguna, y con todo esto vale el menaje de mi casa, bien validos, dos mil y quinientos
escudos; y éstos en cosas que, puestas en almoneda, lo que se tardare en ponellas se tardará
en convertirse en dineros. Con esta hacienda busco marido a quien entregarme y a quien
tener obediencia; a quien, juntamente con la enmienda de mi vida, le entregaré una increíble
solicitud de regalarle y servirle; porque no tiene príncipe cocinero más goloso ni que mejor
sepa dar el punto a los guisados que le sé dar yo, cuando, mostrando ser casera, me quiero
poner a ello. Sé ser mayordomo en casa, moza en la cocina y señora en la sala; en efeto, sé
mandar y sé hacer que me obedezcan. No desperdicio nada y allego mucho; mi real no vale
menos, sino mucho más cuando se gasta por mi orden. La ropa blanca que tengo, que es
mucha y muy buena, no se sacó de tiendas ni lenceros; estos pulgares y los de mis criadas la
hilaron; y si pudiera tejerse en casa, se tejiera. Digo estas alabanzas mías porque no acarrean
vituperio cuando es forzosa la necesidad de decirlas. Finalmente, quiero decir que yo busco
marido que me ampare, me mande y me honre, y no galán que me sirva y me vitupere. Si
vuesa merced gustare de aceptar la prenda que se le ofrece, aquí estoy mo[l]iente y corriente,
sujeta a todo aquello que vuesa merced ordenare, sin andar en venta, que es lo mismo andar
en lenguas de casamenteros, y no hay ninguno tan bueno para concertar el todo como las
mismas partes''.
»Yo, que tenía entonces el juicio, no en la cabeza, sino en los carcañares, haciéndoseme el
deleite en aquel punto mayor de lo que en la imaginación le pintaba, y ofreciéndoseme tan a
la vista la cantidad de hacienda, que ya la contemplaba en dineros convertida, sin hacer otros
discursos de aquellos a que daba lugar el gusto, que me tenía echados grillos al
entendimiento, le dije que yo era el venturoso y bien afortunado en haberme dado el cielo,
casi por milagro, tal compañera, para hacerla señora de mi voluntad y de mi hacienda, que no
era tan poca que no valiese, con aquella cadena que traía al cuello y con otras joyuelas que
tenía en casa, y con deshacerme de algunas galas de soldado, más de dos mil ducados, que
juntos con los dos mil y quinientos suyos, era suficiente cantidad para retirarnos a vivir a una
aldea de donde yo era natural y adonde tenía algunas raíces; hacienda tal que, sobrellevada
con el dinero, vendiendo los frutos a su tiempo, nos podía dar una vida alegre y descansada.
»En resolución, aquella vez se concertó nuestro desposorio, y se dio traza cómo los dos
hiciésemos información de solteros, y en los tres días de fiesta que vinieron luego juntos en
una Pascua se hicieron las amonestaciones, y al cuarto día nos desposamos, hallándose
presentes al desposorio dos amigos míos y un mancebo que ella dijo ser primo suyo, a quien
yo me ofrecí por pariente con palabras de mucho comedimiento, como lo habían sido todas
las que hasta entonces a mi nueva esposa había dado, con intención tan torcida y traidora
que la quiero callar; porque, aunque estoy diciendo verdades, no son verdades de confesión,
que no pueden dejar de decirse.
»Mudó mi criado el baúl de la posada a casa de mi mujer; encerré en él, delante della, mi
magnífica cadena; mostréle otras tres o cuatro, si no tan grandes, de mejor hechura, con
otros tres o cuatro cintillos de diversas suertes; hícele patentes mis galas y mis plumas, y
entreguéle para el gasto de casa hasta cuatrocientos reales que tenía. Seis días gocé del pan de
la boda, espaciándome en casa como el yerno ruin en la del suegro rico. Pisé ricas alhombras,
ahajé sábanas de holanda, alumbréme con candeleros de plata; almorzaba en la cama,
levantábame a las once, comía a las doce y a las dos sesteaba en el estrado; bailábanme doña
Estefanía y la moza el agua delante. Mi mozo, que hasta allí le había conocido perezoso y
lerdo, se había vuelto un corzo. El rato que doña Estefanía faltaba de mi lado, la habían de
hallar en la cocina, toda solícita en ordenar guisados que me despertasen el gusto y me
avivasen el apetito. Mis camisas, cuellos y pañuelos eran un nuevo Aranjuez de flores, según
olían, bañados en la agua de ángeles y de azahar que sobre ellos se derramaba.
»Pasáronse estos días volando, como se pasan los años, que están debajo de la jurisdición del
tiempo; en los cuales días, por verme tan regalado y tan bien servido, iba mudando en buena
la mala intención con que aquel negocio había comenzado. Al cabo de los cuales, una
mañana, que aún estaba con doña Estefanía en la cama, llamaron con grandes golpes a la
puerta de la calle. Asomóse la moza a la ventana y, quitándose al momento, dijo: ''¡Oh, que
sea ella la bien venida! ¿Han visto, y cómo ha venido más presto de lo que escribió el otro
día?'' ''¿Quién es la que ha venido, moza?'', le pregunté. ''¿Quién?'', respondió ella.'' Es mi
señora doña Clementa Bueso, y viene con ella el señor don Lope Meléndez de Almendárez,
con otros dos criados, y Hortigosa, la dueña que llevó consigo''. ''¡Corre, moza, bien haya yo,
y ábrelos!'', dijo a este punto doña Estefanía; ''y vos, señor, por mi amor que no os alborotéis
ni respondáis por mí a ninguna cosa que contra mí oyéredes''. ''Pues ¿quién ha de deciros
cosa que os ofenda, y más estando yo delante? Decidme: ¿qué gente es ésta?, que me parece
que os ha alborotado su venida''. ''No tengo lugar de responderos'', dijo doña Estefanía:
''sólo sabed que todo lo que aquí pasare es fingido y que tira a cierto designio y efeto que
después sabréis''.
»Y, aunque quisiera replicarle a esto, no me dio lugar la señora doña Clementa Bueso, que se
entró en la sala, vestida de raso verde prensado, con muchos pasamanos de oro, capotillo de
lo mismo y con la misma guarnición, sombrero con plumas verdes, blancas y encarnadas, y
con rico cintillo de oro, y con un delgado velo cubierta la mitad del rostro. Entró con ella el
señor don Lope Meléndez de Almendárez, no menos bizarro que ricamente vestido de
camino. La dueña Hortigosa fue la primera que habló, diciendo: ''¡Jesús! ¿Qué es esto?
¿Ocupado el lecho de mi señora doña Clementa, y más con ocupación de hombre? ¡Milagros
veo hoy en esta casa! ¡A fe que se ha ido bien del pie a la mano la señora doña Estefanía,
fiada en la amistad de mi señora!'' ''Yo te lo prometo, Hortigosa'', replicó doña Clementa;
''pero yo me tengo la culpa. ¡Que jamás escarmiente yo en tomar amigas que no lo saben ser
si no es cuando les viene a cuento!'' A todo lo cual respondió doña Estefanía: ''No reciba
vuesa merced pesadumbre, mi señora doña Clementa Bueso, y entienda que no sin misterio
vee lo que vee en esta su casa: que, cuando lo sepa, yo sé que quedaré desculpada y vuesa
merced sin ninguna queja''.
»En esto, ya me había puesto yo en calzas y en jubón; y, tomándome doña Estefanía por la
mano, me llevó a otro aposento, y allí me dijo que aquella su amiga quería hacer una burla a
aquel don Lope que venía con ella, con quien pretendía casarse; y que la burla era darle a
entender que aquella casa y cuanto estaba en ella era todo suyo, de lo cual pensaba hacerle
carta de dote; y que hecho el casamiento se le daba poco que se descubriese el engaño, fiada
en el grande amor que el don Lope la tenía. ''Y luego se me volverá lo que es mío, y no se le
tendrá a mal a ella, ni a otra mujer alguna, de que procure buscar marido honrado, aunque
sea por medio de cualquier enbuste''.
»Yo le respondí que era grande estremo de amistad el que quería hacer, y que primero se
mirase bien en ello, porque después podría ser tener necesidad de valerse de la justicia para
cobrar su hacienda. Pero ella me respondió con tantas razones, representando tantas
obligaciones que la obligaban a servir a doña Clementa, aun en cosas de más importancia,
que, mal de mi grado y con remordimiento de mi juicio, hube de condecender con el gusto
de doña Estefanía, asegurándome ella que solos ocho días podía durar el embuste, los cuales
estaríamos en casa de otra amiga suya. Acabámonos de vestir ella y yo, y luego, entrándose a
despedir de la señora doña Clementa Bueso y del señor don Lope Meléndez de Almendárez,
hizo a mi criado que se cargase el baúl y que la siguiese, a quien yo también seguí, sin
despedirme de nadie.
»Paró doña Estefanía en casa de una amiga suya, y, antes que entrásemos dentro, estuvo un
buen espacio hablando con ella, al cabo del cual salió una moza y dijo que entrásemos yo y
mi criado. Llevónos a un aposento estrecho, en el cual había dos camas tan juntas que
parecían una, a causa que no había espacio que las dividiese, y las sábanas de entrambas se
besaban. En efeto, allí estuvimos seis días, y en todos ellos no se pasó hora que no
tuviésemos pendencia, diciéndole la necedad que había hecho en haber dejado su casa y su
hacienda, aunque fuera a su misma madre.
»En esto, iba yo y venía por momentos; tanto, que la huéspeda de casa, un día que doña
Estefanía dijo que iba a ver en qué término estaba su negocio, quiso saber de mí qué era la
causa que me movía a reñir tanto con ella, y qué cosa había hecho que tanto se la afeaba,
diciéndole que había sido necedad notoria más que amistad perfeta. Contéle todo el cuento,
y cuando llegué a decir que me había casado con doña Estefanía, y la dote que trujo y la
simplicidad que había hecho en dejar su casa y hacienda a doña Clementa, aunque fuese con
tan sana intención como era alcanzar tan principal marido como don Lope, se comenzó a
santiguar y a hacerse cruces con tanta priesa, y con tanto ''¡Jesús, Jesús, de la mala hembra!'',
que me puso en gran turbación; y al fin me dijo: ''Señor alférez, no sé si voy contra mi
conciencia en descubriros lo que me parece que también la cargaría si lo callase; pero, a Dios
y a ventura, sea lo que fuere, ¡viva la verdad y muera la mentira! La verdad es que doña
Clementa Bueso es la verdadera señora de la casa y de la hacienda de que os hicieron la dote;
la mentira es todo cuanto os ha dicho doña Estefanía: que ni ella tiene casa, ni hacienda, ni
otro vestido del que trae puesto. Y el haber tenido lugar y espacio para hacer este embuste
fue que doña Clementa fue a visitar unos parientes suyos a la ciudad de Plasencia, y de allí
fue a tener novenas en Nuestra Señora de Guadalupe, y en este entretanto dejó en su casa a
doña Estefanía, que mirase por ella, porque, en efeto, son grandes amigas; aunque, bien
mirado, no hay que culpar a la pobre señora, pues ha sabido granjear a una tal persona como
la del señor alférez por marido''.
»Aquí dio fin a su plática y yo di principio a desesperarme, y sin duda lo hiciera si tantico se
descuidara el ángel de mi guarda en socorrerme, acudiendo a decirme en el corazón que
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